PHOENIX, de Eduardo Muslip

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Por Lucas Berruezo
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LOS ETERNOS EXILIADOS
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Todos tenemos nuestros gustos y nuestras preferencias. A nivel literario, prefiero los libros con argumento, que me cuentan una buena historia y que me mantienen en vilo hasta el final. Rara vez disfruto de libros cuya única razón de existencia parecería ser la escritura en sí misma, en donde no pasa nada interesante que valga la pena de ser contado. Esto me impide valorar a muchos escritores que escriben realmente bien y me lleva a defender a otros cuya calidad deja algo que desear. De cualquier manera, existen excepciones, y me he encontrado con libros cuya trama es buena pero que están tan mal escritos que no logran seducirme y libros que no tienen argumento pero que están tan bien escritos que el solo hecho de leerlos es placer suficiente. Phoenix, de Eduardo Muslip, es uno de estos libros. No tiene un argumento atrapante, pero definitivamente tiene algo; algo que me llevó a leerlo hasta el final con un interés genuino y un placer innegable; algo que me lleva a considerarlo como uno de los mejores libros que leí en el atareado año 2010.

Compuesto por cuatro relatos independientes pero afines, Phoenix es un (re)encuentro con la realidad del ser humano, que no necesita de argumentos para vivir su vida, que incluso no podría hacerse con uno aunque quisiera. Phoenix es incertidumbre, deseo, postergación y exilio. Phoenix es mucho, sin llegar a ser demasiado.
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En primera persona

Los cuatro relatos que conforman Phoenix se relacionan por la primera persona de sus narradores[1]: hombres de Buenos Aires, de treinta y pico de años, gays, que viven en Phoenix mientras hacen sus doctorados. Ninguno de ellos nos da su nombre (apenas hay un «Eddie»[2] en el primer relato que nos remite, necesariamente, al autor y que es mencionado como al pasar por otro personaje, Maribel), y todos tienen en común sus trabajos (enseñan castellano mientras estudian), una naturaleza errática, un autoestima baja y un gusto bastante inusual por los mapas. Más de un lector podría asegurar que los narradores son en realidad uno y el mismo. Las referencias biográficas similares y sus analogías con Muslip (que también estuvo en Phoenix) pueden hacer pensar en un único narrador, pero personalmente no creo que sea así. Los narradores no son la misma persona porque todos ellos se ven determinados por sus amistades; los que los rodean son más relevantes para la narración que ellos mismos, y la primera persona apenas importa en tanto nos presenta a aquellos otros que disparan la narración y las reflexiones. Por lo tanto, si las otras personas son las que hacen que el narrador sea quien es, entonces para que el narrador sea siempre el mismo los demás tienen que ser los mismos, y esto no es así. Los amigos no se repiten, en cada relato son otros, lo que hace que los narradores sean, de esta manera, otros.

La perspicacia de Muslip se nos revela a través de una prosa impecable. Oír (o, mejor dicho, leer) a los narradores es oírnos a nosotros mismos. Recorrer las páginas de Phoenix es descubrir lo extraordinario en lo cotidiano, lo banal en lo que deslumbra; leer Phoenix es notar que la realidad es una construcción del individuo, que pertenece al mundo en tanto extranjero. Extranjero no sólo en términos espaciales, sino también temporales: los narradores no sólo no pertenecen al lugar desde donde enuncian, sino que tampoco se sienten arraigados en su tiempo. O existen para su pasado (en el relato «Diciembre»: «El presente se ve impreciso como las fotos en las que se pierden los detalles por recibir un exceso de luz, el futuro recibe muy poco, así que uno vuelve al pasado», p.59) o para su futuro (en «Cartas de Maribel»: «Me entristece releer mis diarios: puro futuro, puro tengo que hacer, voy a hacer, debería hacer, haré», p. 35), un futuro del que, en todo caso, tampoco se espera mucho. Esto los separa de sus amigas mujeres, Maribel (que siempre está en movimiento, que, como todo movimiento, es presente) y Victoria («Victoria sabía transmitir una utopía de belleza, de intensidad, de un presente tan pleno que hace olvidar el pasado y no necesitar del futuro», p. 73) y a su vez los une a ellas, lo que explicaría que la compañía femenina sea, en estos casos, más importante y determinante que la masculina.

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El argumento de un eterno exiliado

Como dije en un principio, Phoenix no tiene una trama. Se podría decir que el argumento es la mirada errática de los narradores, que observan, reflexionan, recuerdan y escriben. Sin ser un diario íntimo (no se cumple con las pautas formales del diario), el libro se convierte en una mirada íntima que comunica (o intenta comunicar) los derroteros de un eterno exiliado que no pertenece a ningún lugar, a ningún tiempo ni a ninguna persona. El amor que los narradores manifiestan por Buenos Aires no los lleva a volver (ni a desear volver), y el que demuestran por sus amigos y parejas no les permite retenerlos a su lado. Todo en ellos es soledad, desubicación y transición: «Tal vez sea parte del ansioso grupo de los que tomaron la decisión de quedarse, como sea» (p. 161); «Mi lugar no es el desierto, pero lo va siendo, pensé» (p. 51). Pero ni en este narrador el proceso se cumple ni en aquél esa decisión abandona el «Tal vez» para concretarse.

Vaciados de iniciativa, los narradores son puro estar, arrastrados por la marea de la Historia y llevados hacia el futuro en una carrera donde, más que ser los pilotos de sus vidas, son los vehículos que alguien más (los mismos acontecimientos) dirige. Por esto mismo no hay argumento en sentido tradicional. La presencia de un argumento implicaría que los personajes hicieran algo, que, en algún punto, se volvieran dueños de sus vidas. De hecho, si alguno de los amigos de los narradores tomara la palabra, o si la narración se centrara en alguno de ellos en particular, entonces el argumento podría aparecer. Pero esto no ocurre. Los narradores hablan tanto de un amigo como de otro, de una pareja como de la amiga de una pareja, de un extraño como de un conocido, yendo a la deriva al igual que sus vidas. Con voces así, no hay argumento o trama que valga. Y, en este caso y bajo estas circunstancias, está bien que así sea.

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Una excepción que confirma la regla: «Air France»

«Air France» es el cuarto y último relato de Phoenix. Por un lado, es el que rompe con la unidad del libro y, por otro, viene a confirmar lo que dije en los apartados anteriores. A continuación, me gustaría hacer un breve repaso de este texto.

«Air France» es diferente a los tres (afines) relatos que lo preceden: «Cartas de Maribel», «Diciembre» y «Paraguay». En primer lugar, estos tres textos tienen una extensión similar (alrededor de cincuenta páginas) y, en ellos, los narradores se encuentran claramente situados (todos escriben desde Phoenix). En «Air France» estas dos características que engloban a los relatos anteriores se ven trastocadas: con apenas una breve extensión de diez páginas, un narrador nos cuenta un acontecimiento de su niñez sin decirnos desde dónde habla. En lo que respecta al relato, el narrador podría estar hablando desde Phoenix, como en los casos anteriores, o desde cualquier otro lugar. Además, la mirada escudriñadora de la que hablé antes se ve aquí completamente orientada: sólo se narra un suceso en particular, abandonando cualquier referencia al presente o al entorno del narrador. Por esto mismo, «Air France» es el único relato de Phoenix que tiene un argumento definido.

El narrador de «Air France» nos cuenta una anécdota de su infancia en Buenos Aires. Según nos dice, en una visita a la casa de su tía, encontró en la habitación de Diego, su primo, un mapa del mundo de una calidad incomparable, perteneciente a la empresa Air France. Su gusto por los mapas es el mismo que el de los narradores anteriores, sólo que en este caso se convierte en el disparador de la historia. El narrador se lleva el mapa a su casa y lo cuelga en la pared. Luego, una serie de acontecimientos hace que el mapa termine en el suelo (con el narrador acostado sobre él) y, un poco más tarde, destruido en pedazos.

A pesar de las diferencias mencionadas, el relato «Air France» viene a confirmar lo que se dijo antes. La existencia errática del narrador, presente en los relatos anteriores, se ve aquí llevada al extremo: ni siquiera sabemos desde dónde nos habla. El «eterno exiliado» es todavía más exiliado. No es menor el hecho de que el cuento tenga el nombre de una aerolínea o que el mapa que motiva la narración pertenezca a una aerolínea: las aerolíneas son empresas cuya naturaleza es el constante viaje. En última instancia no importa a qué país pertenezca la empresa en cuestión: su esencia es viajar todo el tiempo. Por otra parte, lo único que podemos considerar fijo y situado es el mapa. En efecto, los mapas son un producto, apenas una fotografía o dibujo que nos muestra un territorio tal y como es y punto. Pero no es el caso de este mapa, que para el narrador es el mismo mundo: «Cuando me decían que Jehová creó el mundo en una semana, lo que debió crear fue ese mapa» (p. 176). Por eso, cuando el mapa se desintegra en su totalidad, se destruye con él el mundo que representa y, de alguna manera, la posibilidad de pertenencia del narrador. Jamás, entonces, podría el narrador decirnos desde dónde habla, ya que, en rigor, no nos habla desde ninguna parte.
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[1] El relato titulado «Air France» representa una excepción que analizaré en el último apartado de este artículo.
[2] Muslip, Eduardo. Phoenix. Buenos Aires, Malón Editorial, 2009, p. 43. A continuación las citas se harán según esta edición.

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Eduardo Muslip
nació en Buenos Aires en 1965. Es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y docente universitario. Ha publicado, entre otros libros, Hojas de la noche (Premio de Novela Juvenil Colihue, 1996), Fondo negro. Los Lugones (1997), Examen de residencia (2000) y Plaza Irlanda (2004). Entre 2003 y 2007 vivió en Phoenix, Estados Unidos, donde cursó un doctorado sobre literatura latinoamericana y enseñó español. Su último libro, Phoenix (2009), reúne cuatro relatos largos y ha sido recibido con muy buenas críticas.
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