EL ÚLTIMO FINAL, de Leonardo Levinas

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Por José M. Larrea



DERRIBANDO DILEMAS Y HACIENDO HISTORIA



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I. El autor y la obra

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La novela multifacética de un escritor multifacético


Crónica, novela histórica, diario, autobiografía, incluso, también, relato policial, la novela de Leonardo Levinas parece tenerlo todo. Publicada en 2005, El último final pone en escena la vida diaria de un escritor/historiador en la agitada ciudad de Buenos Aires en diciembre de 2001. Allí, en esa ciudad golpeada por la inseguridad política, indignada por «corralitos» y aterrada por los saqueos, un historiador, que sólo a veces escribe ficción, intenta por medio de la escritura dar cuenta de la realidad que lo rodea, de esa realidad de un país increíble pero verosímil, de «este país que es el mismo y, a la vez, distinto»[1].

La combinación de géneros que se puede ver en El último final da como resultado una novela multifacética. Por un lado, es una narración histórica (ver punto III más abajo); por el otro, un diario de la crisis, escrito en una primera persona que no sólo no busca borrar la subjetividad sino que la realza; además, hay marcas que nos acercan a la autobiografía; la presencia de una muerte nos mete de lleno en el género policial; y no hay que dejar de lado las cuestiones que la acercan a una novela de tesis, esas reflexiones en torno a la muerte, a la libertad del individuo, al tiempo y al espacio, etc., que son presentadas con una naturalidad y un tino tal que se vuelven próximas, comprensibles y contundentes.

Una novela, entonces, multifacética. No se podía esperar menos de Leonardo Levinas, quien, a su modo, es también un hombre, y un autor por supuesto, multifacético: nació en Buenos Aires en 1952. Es graduado en Filosofía y doctor en Física. Pero no sólo eso: es profesor de la carrera de Letras y de Filosofía de la UBA, fue director del Departamento de Historia de esa misma Universidad y es escritor. Es autor de las novelas Visitantes de la memoria (1994), El último crimen de Colón (2001) y, por supuesto, El último final (2005); escribió artículos científicos, ensayos sobre filosofía e historia y libros de divulgación y de didáctica de las ciencias. Cómo se ve, imposible encasillar a un autor de estas características.



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II. La escritura



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El maravilloso encanto del arte redentor



Existe una creencia, arraigada por el paso de los siglos, que le atribuye a la escritura ciertos «poderes» redentores. La figura romántica del escritor torturado que encuentra en la escritura un modo de redención, de catarsis, se ha vuelto tan popular que ya ni siquiera se discute. Nos gusta creer en ella, ya sea que escribamos o no. Preferimos admirar artistas con pasados oscuros y presentes difíciles de sobrellevar, con problemas de drogas en sus espaldas y desequilibrios mentales que pongan en peligro su cordura. Basta que oigamos que un escritor estuvo en un hospital psiquiátrico para que, instintivamente, agudicemos los sentidos y prestemos una mayor atención a lo que tiene para decir. Forma parte del culto al artista que ninguna teoría o confabulación pudo anular. A fin de cuentas, a nadie le interesa el hombre de familia feliz y bien pensante que nació, creció, se reprodujo y murió (o va a morir) en felicidad.

Repetidas veces me pregunté (aún lo hago) por qué solemos relacionar la locura con la genialidad. «Está (o estaba) loco… pero qué querés, si es (o era) un genio» decimos a menudo refiriéndonos a escritores (pienso, con un dejo de tristeza, en Poe), a músicos (Charly García, por ejemplo), a pintores también (Dalí, para algunos, Van Gogh, para otros) y hasta a deportistas (Maradona, por supuesto). A veces admiramos más la excentricidad, la «locura», que el arte mismo del «genio». Por supuesto, hubo numerosos artistas (muchos de ellos geniales) que han discutido esta creencia; pero no hay caso, entre lo apolíneo y lo dionisíaco, siempre elegimos admirar lo que se relaciona con este último. Por esto mismo, nada nos proporciona más placer y admiración que oír a estos locos decir que siguen vivos gracias a su arte, que la escritura o la música o lo que venga al caso les sirve para canalizar sus miedos, para maniatar a sus fantasmas. Y nos encanta, insisto. ¡No hay nada mejor que un héroe depresivo y un arte que rescata!

Bajo esta mirada, el arte se convierte en instrumento de redención. Salva. Permite evadirse de la miseria del mundo, crear mejores lugares en donde perderse (o encontrarse), canalizar los miedos y las perversiones. El artista usa su arte como instrumento de cordura, ya que sin él no le quedaría más que abandonarse a los oscuros dominios de la locura.

En una primera aproximación, podemos ver que Mariano Feld, el narrador de El último final, se halla en cierto modo imbuido de esta creencia, ya que ante la pregunta del porqué de la escritura, su respuesta no se diferencia de lo que antes dijimos: «Entonces lo que hacía era disimular su miedo. ¿Cómo? Escribiendo. ¿Qué escribía? Todo lo que sucedía. Lo que veía. Lo que escuchaba y presumía» (pp. 15-16). Como puede verse, para el narrador la escritura es un instrumento en contra del miedo: se escribe para disimularlo, para no caer ante él.



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Respuestas ante un dilema eterno


¿Entonces la escritura (y por extensión el arte) sirve para combatir los miedos, para enfrentarlos y vencerlos? Y dado que el miedo forma parte de una realidad (de la realidad más íntima del escritor), ¿sirve para manejar y dominar la realidad? A todas estas preguntas, más otras que se pudieran formular, la novela responde con una sola palabra: No.

En El último final el escritor no sólo no puede manejar la realidad (los acontecimientos se suceden con una independencia total de sus palabras y actos), sino que ni siquiera puede manejar su propia escritura: ya desde el comienzo, Mariano Feld no sabe bien qué está haciendo o hacia dónde se dirige. La escritura, en todo momento, se muestra independiente:

«Me impongo una sola regla: anotar todo simultáneamente a los acontecimientos. No sé si quiero hacer literatura. No sé muy bien qué quiero hacer. Necesito hacerlo.» (p. 14. El subrayado es mío)

«…yo, Mariano Feld, por estos días, lo que hago es escribir sin saber muy bien qué cosas, para qué o para quién.» (p. 193)

Por esto mismo, algunas de las afirmaciones que realiza el narrador son en última instancia incorrectas, inexactas: como cuando afirma que lo que escribe «no es un diario» (p. 102). Como se dijo más arriba, El último final mezcla los géneros, los combina y hace con ellos algo propio, y entre los géneros que combina, sin lugar a dudas, se encuentra el diario. De hecho, que el narrador tenga que negarlo explícitamente no hace más que reforzar su pertenencia al género.

La independencia de la escritura, entonces, se trasluce en el desconocimiento que el narrador tiene con respecto a lo que escribe. Por un lado, Mariano Feld no sabe qué hace ni a dónde se dirige, por el otro, cuando arriesga una afirmación, se equivoca. El género mismo se le escapa: no quiere hacer un diario, afirma que no es lo que está haciendo, y los registros que va dejando página tras página afirman lo contrario. Pero como el género, la escritura en su totalidad se le escapa, llegando a adquirir una independencia tal que el final que Mariano Feld escribe para su novela no es el mismo que se termina publicando. En efecto, cuando hojea uno de los ejemplares de El último final en una librería, nota que el final impreso no coincide con el que él mismo había escrito. Alguien, de alguna manera (se sabrá quién y cómo), logró boicotear su escrito y cambiarle el final. Una rara cuestión de plagio en donde el plagiado figura con su nombre en una novela efectivamente suya.



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II. La novela histórica


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Una novela histórica sobre el otro día: el lector-testigo

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Al leer El último final tenemos la sensación de que estamos leyendo, entre otras cosas, una novela histórica: vemos una ambientación definida, nombres que pertenecen a personas reales deambulando una y otra vez en boca de los personajes y, más importante aún, cómo estos personajes se mueven ante acontecimientos en su mayoría históricamente comprobables. Sin mencionar, cosa que bastaría para incluir a la novela dentro del género, que ese contexto histórico es tema de reflexión y análisis y que el narrador, justamente, quiere dar cuenta de lo que va ocurriendo en el país durante la crisis: «Me impongo una sola regla: anotar todo simultáneamente a los acontecimientos» (p. 14).

Se trata, entonces y entre otras cosas, de una novela histórica. Pero lo asombroso, en todo caso, no es esto (y aún menos viniendo de Leonardo Levinas, autor que con El último crimen de Colón ya había incursionado con éxito en el género). Lo interesante es que con El último final podemos leer una novela histórica sobre «el otro día». Todo lo que ocurre en la novela y que es comprobable históricamente es, también, comprobable por medio de la experiencia personal de cada lector. En efecto, el lector fue testigo de los sucesos que se van presentando en la novela y puede o no corresponder a los sentimientos y angustias del narrador; puede, en fin, participar a partir de sus propios recuerdos, sus propias sensaciones y sus propios miedos. Es, en suma, una novela histórica que incluye al lector como testigo de la historia que se presenta en ella. Y esto la hace interesante, singular, tal vez única.





[1] Levinas, Marcelo Leonardo, El último final, Buenos Aires, Alfaguara, 2005, p. 201. Todas las citas se harán según esta edición.



- Levinas, Marcelo Leonardo, El último final, Buenos Aires, Alfaguara, 2005.


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Leonardo Levinas nació en Buenos Aires en 1952. Es graduado en Filosofía y doctor en Física. Profesor titular de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA e investigador del CONICET, fue director del Departamento de Historia de esa Universidad entre 2001 y 2003. Ha publicado numerosos artículos científicos en revistas internacionales, ensayos sobre filosofía e historia, de divulgación y de didáctica de las ciencias, entre ellos Las imágenes del universo (1996, 2000) y Conflictos del conocimiento y dilemas de la educación (1998). Sus novelas anteriores son Visitantes en la memoria (1994) y El último crimen de Colón (2001).

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